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Ascenso y caída del hombre-trabajo

Para una crítica de la masculinidad moderna

Norbert Trenkle

Publicado en Herramienta web 21 (2017), [1] (Original en alemán 2008)

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La crisis del trabajo es también una crisis de la masculinidad moderna, puesto que la identidad del hombre moderno-burgués está constituida y estructurada fundamentalmente como trabajador. El hombre moderno burgués está constituido y estructurado en su identidad como hombre-trabajo. Como alguien emprendedor, creativo, decidido, racional, eficiente y objetivo y que siempre quiere ver un resultado mesurable. Eso no siempre debe suceder “con el sudor de su frente”. En relación a esto la identidad masculina moderna es absolutamente flexible, el hombre trajeado en la junta directiva, en la gestión empresarial o en el gobierno se comprende como hombre de acción tanto o más que los trabajadores de la construcción, en la cadena de montaje o al volante de un camión. Los últimos, pasados de moda como ideales de orientación profesional masculina, quedan reservados para quienes no pudieron superar los obstáculos sociales en su camino a los puestos altos. Sin embargo, a nivel simbólico sirven como representación de la verdadera masculinidad. Hombres musculosos, semidesnudos, con grandes llaves de tuercas o martillos en las manos, embadurnados con aceite, pero por lo demás realmente asépticos clean ante la estetizante escenografía del taller mecánico o los hornos incineradores, son los íconos de la masculinidad moderna.
Cuando con estas imágenes de hombre se hace publicidad para los trajes de diseño y perfumes masculinos, el objetivo es despertar las fantasías y deseos de identificación que están firmemente anclados en las capas profundas de la construcción de identidad masculina. Por eso pueden, tanto el empleado de una aseguradora flaco y pálido o el gordo y jadeante jefe de ventas de una firma de gaseosas, identificarse con el hombre musculoso. Aquellos cuerpos son imágenes oníricas inalcanzables, a las que nunca se aproximarán. Pero lo decisivo es que, en términos psíquicos, la musculatura y el cuerpo formado y moldeado de manera escultural representan para ellos lo anhelado: el ejercer poder. Poder sobre los otros, sobre el mundo, sobre ellos mismos. Claro que por lo general en la realidad se trata de un poder miserable, como ejercer el mando sobre algunos pocos empleados, o imponerse con una nueva marca de gaseosas en el mercado o el alzar las ganancias en relación al año anterior. Además este poder es extremadamente precario ya que está constantemente amenazado y demandado, porque depende no solo del poder imponerse  en la competencia, lo que siempre puede fracasar, sino al mismo tiempo de la coyuntura del mercado que no influye individualmente. Pero es justamente, a causa de esta inseguridad constante, que el hombre necesita de la constante y agresiva  autoafirmación de su identidad.
No es el blindaje muscular como tal lo que hace del hombre un hombre moderno. Más bien, aquél simboliza una dureza relacionada principalmente al dominio de sí mismo y al (auto) adiestramiento psíquico. Un “verdadero hombre” tiene que ser fuerte, ante sí mismo y ante los otros. Unos biceps fuertes son el símbolo de autocontrol, disciplina y denegación y simbolizan el poder de la voluntad sobre el propio cuerpo. El espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil -y por eso, primero debe dominarla (o domesticarla), si el hombre quiere mantener todo bajo su dominio. En esto yace la diferencia con la idea de la antigüedad, según la cual en un cuerpo sano vive una mente sana. Aunque allí se anunciaba ya la separación enajenada entre cuerpo y mente, fue una relación de equilibrio. Por el contrario, en la modernidad tienen prioridad el autocontrol y sumisión del cuerpo bajo la mente. La “voluntad libre” que se supone independiente de toda sensualidad y que, justamente por negarla, tiene que combatirla permanentemente, viviendo un miedo espantoso por perder esta batalla, representa el núcleo socio-psíquico de los hombres burgueses.
El trabajo de la desensualización
Precisamente de esta manera la identidad masculina moderna concuerda con los requerimientos del trabajo en la sociedad capitalista basada en la producción de mercancías. Pues el trabajo en el capitalismo es en esencia una actividad desensualizada y desensualizante, en más de un sentido. Primero, su objetivo no es la producción concreta de objetos de uso, sino la producción de mercancías como medio para la valorización del capital. Por consiguiente, la producción de objetos no cuenta como tal, como producción de cosas en su calidad material-sensible, sino sólo en tanto representan valor y de ese modo contribuyen a hacer más dinero del dinero. El aspecto material de una mercancía es, desde esta perspectiva, un mal necesario del que lamentablemente no puede liberarse, ya que no encontraría comprador. Esto va acompañado, en un segundo sentido, por una indiferencia fundamental para con los medios de subsistencia naturales, que sólo son considerados como material para la valorización y que son consumidos desconsideradamente, cuando bien conocido es que esto causa catástrofes monstruosas, que amenazan la existencia de varios millares de personas. Tercero, el trabajo es actividad desensualizada en tanto tiene lugar en una esfera separada de las demás esferas de la vida, donde rige tan sólo el dictado de la eficiencia empresarial y de la rentabilidad y no deja lugar para necesidades y sentimientos ajenos a dicho dictado.
En cuarto y último sentido, el trabajo en esta forma representa, sin embargo, no sólo un modo de producción histórico específico, sino que también determina todo el contexto social de manera fundamental. No sólo transforma cuantitativamente todos los ámbitos de la vida en esferas para la producción de mercancías y la inversión de capital. Sino que, también, el trabajo la sociedad capitalista representa el principio central de mediación de las relaciones sociales, una mediación objetivada y alienada. Porque las personas no se relacionan de manera directa comunicándose entre sí, sino de manera no consciente a través de los productos del trabajo o vendiéndose a sí mismas como fuerza de trabajo. La mediación a través del trabajo significa, por lo tanto, la sumisión de las personas bajo las leyes implícitas de la valorización, las cuales obedecen a una automatizada dinámica propia y aparentan ser leyes naturales inviolables –a pesar de que se trata de su propia forma de relación social.
El mundo, un objeto ajeno
La amplia imposición de esta forma de actividad y relación social, única históricamente, no hubiera sido posible sin la creación de un determinado tipo de hombre, que se corresponda con ella y garantice que ella funcione adecuadamente. Porque, aun siendo una forma de relación objetivada, ésta no existe independientemente de los individuos, sino que ella debe atravesarlos y ser reproducida activamente una y otra vez. Este tipo de hombre es el sujeto-trabajo y sujeto-mercancía, cuya característica central es que concibe al mundo como un objeto completamente exterior y ajeno. Su relación con su contexto social y natural, con los otros seres humanos e incluso con su propio cuerpo y su propia sensualidad es una relación cosificada, una relación con cosas que deben ser elaboradas, organizadas y tratadas objetivamente según su voluntad. El sujeto moderno quiere gestionar hasta sus sentimientos y regularlos de acuerdo a los re requerimientos funcionalistas –exigencia que no abandona, aunque fracase periódicamente a pesar de una impensable cantidad de libros de autoayuda.
Esa forma moderna de referenciarse al mundo y a uno mismo se vuelve totalmente evidente, donde uno se vende como fuerza de trabajo y con ello renuncia a su poder de disponer sobre sí mismo y se somete directamente al dictado de la lógica de la valorización. Sin embargo, incluso quien trabaja a cuenta propia de ningún modo escapa a esta lógica, sino que se somete igualmente a la coacción para abstraer de sus necesidades sensuales como también del carácter material-concreto de sus productos, que para él representan tan sólo valor de cambio. Lo decisivo es que no se trata de un acto de sumisión pasiva bajo una coacción meramente externa, sino que la subjetividad moderna está estructurada de acuerdo a dicha coacción. Solo de esta manera puede cumplirse la obligación, de funcionamiento continuo, de objetivación y auto-objetivación a lo largo de todo el proceso de trabajo sin que un traficante de esclavos blanda el látigo. La coacción externa se corresponde con una interna. Exactamente por eso el patrón de conducta y acción objetivante no permanecen de ningún modo restringidos sólo a la esfera del trabajo y la economía, sino que tiñen todo un entramado de relaciones sociales. Esto, a la larga, se vuelve insoportable, porque requiere sostenidos esfuerzos y el confrontarse a la amenaza permanente del fracaso. El moderno sujeto-trabajo y sujeto-mercancía odia profundamente a todos aquellos que salen perdiendo o simplemente se rehúsan a aceptar aquellas coacciones.
El hombre hace a la mujer
La ética protestante del trabajo ha  “inventado” este estereotipo de hombre que se abstrae de su sensualidad y se vuelve a sí mismo instrumento para alcanzar un éxito objetivado, como ideal. A nivel ideológico, esta ética adelanta, en un momento en el que el modo de producción capitalista recién comienza a imponerse en pocas islas en el mar de la sociedad feudal, el perfil de exigencia válido para la relación social mediada por el trabajo y la forma mercancía. Al mismo tiempo contribuyó considerablemente a imponer este perfil en la sociedad entera. En la historia real pasaron siglos hasta que el estereotipo de hombre que respondía a estas demandas tomó forma y se convirtió en la norma. Toda la historia del capitalismo naciente y de su consolidación es una historia del violento disciplinamiento y auto-disciplinamiento del hombre como sujeto-trabajo y sujeto-mercancía. Por cierto que a la vez es la historia de una tenaz resistencia a esta violencia, resistencia que finalmente fue suprimida y derrotada.
Que la subjetividad moderna a lo largo de este proceso haya sido determinada en términos de género, de modo que ella se correspondiera con el tipo de identidad masculina moderna, se explica históricamente primero por el antecedente de dominación patriarcal, sobre la cual se funda la sociedad capitalista, perpetuando y transformando aquella dominación. Sobre todo, la identificación del hombre con la razón abstracta y de la mujer con la sensualidad, que en ella será al mismo tiempo despreciada, anhelada y combatida, sigue una larga tradición, que viene desde la Antigüedad griega y que el cristianismo reinterpretó y desenvolvió de acuerdo a sus necesidades. Mas en la sociedad capitalista, esta construcción ganó una importancia nueva y central, a medida que la relación abstracta y objetivada con el mundo se convertía en el modo general de socialización. Por eso se conecta de una manera muy fundamental con la base de la estructura social. El adiestramiento de los hombres como actores objetivantes retoma distintos elementos de la masculinidad patriarcal de la construcción previa; además de la identificación con la razón, se trata sobre todo de la identificación con los guerreros, los violentos conquistadores. Sin embargo en vistas de la cosificación de todas las relaciones sociales estos elementos son reordenados hasta constituir una identidad “del hombre” coherente y cerrada en sí misma.
Esto no hubiera podido lograrse, sin la creación de una contra identidad femenina, que reúna en sí todos esos rasgos que el sujeto moderno no puede tolerar en él, porque no caben en el sistema de coordenadas de la construcción identitaria masculina y que éste debe, por lo tanto, escindir de sí, proyectándolos. Sobre esto se basa la construcción de un “otro” femenino, la mujer sensible, emocional e instintiva, la que no piensa lógicamente y no puede poner un clavo en la pared y por esto tiene que preocuparse de los chicos, las tareas domésticas y del bienestar de su marido. Con la invención de ese “otro” el sujeto masculino no sólo estabiliza su identidad. También instala y legitima con ella una división genérica del trabajo, que es sumamente funcional a las tareas capitalistas, ya que le quita un peso de encima al hombre-trabajo, quien separado de la vida cotidiana agota sus fuerzas en la esfera del trabajo y la producción de mercancías.
El hombre trabajo en la crisis
Aunque esta construcción de la femineidad ha sido puesta en duda, por un lado, mediante la amplia inclusión de las mujeres en el proceso de trabajo capitalista y, por otro lado, por el movimiento feminista, se sostiene en su esencia con sorprendente tenacidad. Las mujeres consiguieron obtener las posiciones sociales anteriormente reservadas para los hombres sólo al precio de adaptarse a la normas de trabajo inscriptas como “masculinas”, competencia y rendimiento. Considerando la totalidad social, al mismo tiempo permanece como su responsabilidad principal el atender la casa e hijos y está omnipresente la objetivación de los cuerpos femeninos para las fantasías sexuales masculinas, como demuestra una mirada en la vitrina de cualquier puesto de diarios o en la publicidad.
Esta perseverancia de las identidades de género capitalistas polares puede sorprender a primera vista. Pero, mientras el contexto social se constituya en forma de cosificada por medio de la mercancía, el dinero y el trabajo, sobrevivirá también la correspondiente forma de sujeto inscripto masculinamente. También el proceso de crisis actual que expulsa a los seres humanos del proceso de trabajo o los fuerza a aceptar condiciones de trabajo precarias, en ningún caso invalida las identidades de género capitalistas polares. Aunque poniendo en duda el trabajo la como uno de los pilares esenciales de la identidad masculina, la crisis al mismo tiempo agudiza la competencia en todos los planos de la vida cotidiana. Bajo estas condiciones, sin embargo, aparecen más demandadas que nunca las clásicas características de la masculinidad moderna como dureza, capacidad de imponerse y desconsideración. Por lo tanto, no puede sorprender que el culto a la masculinidad esté nuevamente en esplendor –incluso asociado a la violencia sexista y racista. Por lo tanto especialmente bajo el proceso de crisis, la crítica de subjetividad moderna estructurada masculinamente es esencial para abrir una nueva perspectiva de emancipación social.
Traducción de Silvia Said Algaba

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