La deformación psíquica en la sociedad capitalista tardía
Peter Samol
Tomado de *Widerspruch. Beiträge zu sozialistischer Politik*, Nº 73/2019 (Zurich), págs. 71 a 78. Publicado en la revista Krisis – Crítica de la sociedad mercantil. Trad: Antiforma.
Toda sociedad reproduce sus condiciones de existencia en los individuos que pertenecen a ella, mientras que éstos a su vez reproducen la estructura social a través de sus acciones. Si la sociedad entra en crisis, esto se refleja en la existencia de los individuos. Cada vez menos personas trabajan en las condiciones laborales llamadas normales, en tanto que son cada vez más las que viven en una pobreza relativa o se hallan al borde de la pobreza. Según un estudio referido a Alemania, país exportador, las personas con empleo precario conforman entre el 25 y el 40 por ciento de la población activa; mientras que nueve de cada diez alemanes dicen tener miedo de bajar en la escala social y caer en la miseria. Esta amenaza y los temores asociados a ella producen una respuesta específica que pone en peligro la cohesión social: el narcisismo como modo de ser, promovido y exigido masivamente por la forma social capitalista.
El creciente aislamiento del individuo burgués
El credo neoliberal, que impone las directrices en la política y la economía, reza así: “Una buena sociedad es una sociedad de individuos fuertes”. A estos individuos se les dice constantemente que deben competir por los puestos de trabajo, por los cupos en el sistema de enseñanza y en general por el éxito y el prestigio. Al hacerlo, deben demostrar voluntad de cambio, un alto grado de flexibilidad personal y un constante esfuerzo por mejorar. En el capitalismo las personas son convocadas principalmente como productores privados aislados, que sólo se vinculan entre sí a través del dinero y las mercancías. Todas las demás formas de relacionarse se consideran inferiores y tienden a ser suprimidas; o bien, si son indispensables -como sucede con la crianza de los niños-, se encuentran restringidas y puestas al servicio del proceso general de explotación. Esta tendencia se ha intensificado en las últimas décadas y ha incrementado de forma extraordinaria el aislamiento de los individuos burgueses. En este contexto, el concepto de narcisismo acuñado por Sigmund Freud ha ido adquiriendo una gran relevancia en los últimos años. Dan fe de ello los muchos libros de venta masiva cuyos títulos se refieren a esta evolución. Así por ejemplo el libro La sociedad narcisista del psicoanalista Hans-Joachim Maaz, publicado en 2012; La generación sin parejas del periodista Michael Nast (2016) o ¡Yo primero! La sociedad egolátrica de la politóloga Heike Leitschuh (2018). Por otra parte, el tema adquiere vez más importancia en la prensa; especialmente desde la elección del narcisista emblemático Donald Trump como presidente de los EE.UU.
El rasgo distintivo del narcisismo es la tendencia desenfrenada al auto-centrismo, que se manifiesta en un exagerado sentido de la importancia propia, en fantasías de éxito y poder ilimitados, y en un deseo de admiración excesiva. Bajo esta superficie hay, sin embargo, una autoestima extremadamente baja. Los narcisistas padecen un hambre insaciable de reconocimiento y validación desde el exterior, lo que les hace también muy vulnerables a las demandas neoliberales de flexibilidad adaptativa. En este contexto, muchos narcisistas son auténticos maestros de la auto-expresión y el auto-mercadeo.
El narcisismo en el posfordismo
Sigmund Freud (1914) fue el primero en ocuparse de este fenómeno. Según Freud, para llegar a ser individuos maduros y seguros de sí mismos en la sociedad burguesa, todos los niños de entre tres y cinco años deben atravesar y superar lo que él llamó complejo de Edipo, proceso que acontece al interior de la familia nuclear burguesa. Tal es el paso decisivo que todos debemos dar para que se forme nuestra personalidad burguesa y nos hagamos capaces de participar en la reproducción material y simbólica de esta sociedad. El resultado es, entre otras cosas, una orientación general hacia el progreso, tal como se cultiva y se transmite en las típicas familias burguesas. En épocas anteriores, los esfuerzos de adaptación asociados a la experiencia edípica -sobre todo la voluntad de trabajar, la diligencia y la auto-disciplina- se veían recompensados por el hecho de que eso le conducía a uno por un camino predeterminado en la vida, en el que hallaba estructuras claras y un futuro laboral seguro.
Pero eso no es lo único que sucede mientras se transita por la fase edípica. Cuando el niño empieza a socializarse como sujeto burgués, aparece también la amenaza del fracaso social. El niño reacciona ante este peligro imaginando un estado de completa autonomía, en el que ha desaparecido todo rastro de dependencia hacia los demás. Si por un lado la parte edípica del sujeto, el hombre consolidado, no sólo se somete sin quejas a las condiciones externas sino que contribuirá activamente a su mantenimiento y reproducción; por otro la parte narcisista se defiende de la realidad externa limitante y amenazante, refugiándose en una interioridad en la que él mismo gobierna de forma absoluta y omnipotente.
Es esta segunda tendencia psíquica la que ha sido promovida enormemente en el posfordismo, es decir, desde los años 70, y ha terminado relegando a un segundo plano la configuración edípica. Hoy en día, la seguridad laboral se ha convertido en un lujo, y esto implica que el comportamiento edípico “correcto” encuentra cada vez menos recompensas. Ya nadie escapa a los arbitrios del “libre mercado”; hoy casi ningún trabajo es seguro, pues está sujeto a la subcontratación, la reestructuración o simplemente puede desaparecer en cualquier momento. Actualmente cualquiera puede volverse inútil de un instante a otro debido a desarrollos impredecibles, tales como un cambio repentino en el sabor de la masa o un nuevo método de producción introducido sin que nadie pudiese preverlo. En un mundo cada vez menos fiable y que amenaza la existencia, los individuos se ven completamente arrojados hacia sí mismos. La parte edípica de la personalidad encuentra cada vez menos puntos de referencia para orientarse, con lo cual crece la sensación de estar indefensos y a merced de los demás. Los individuos responden tratando a toda costa de suprimir o desplazar este sentimiento, que experimentan como una sentencia de muerte.
Al exigirle a las personas una adaptabilidad cada vez más incondicional y al mismo tiempo una mayor capacidad para publicitarse a sí mismas, esta sociedad hace crecer desmesuradamente la parte narcisista de la personalidad. Por otro lado, la venta de la propia fuerza de trabajo se está convirtiendo cada vez más en la venta de la propia personalidad como si fuera una mercancía: cada cual debe poder ofrecer a cada instante su propia versión de lo que el mundo del trabajo demanda. Acuciado por la pregunta que se agita en el fondo de su mente acerca de cómo aumentar el propio valor de mercado -o al menos de cómo evitar que decaiga-, cada cual va revelando gradualmente todo lo que ha conformado su personalidad hasta ahora, en un continuo ejercicio de abnegación que se hace tanto más fácil cuanto más haya revelado de sí mismo previamente. Esta forma de vida genera intensos sentimientos de vacío y falta de autenticidad. ¿Quién puede decir qué tipo de persona es y qué tipo de persona no es, dada la constante disposición a adaptarse a nuevas situaciones de trabajo y después de muchos cambios de pareja? Es precisamente este proceso el que conduce a una personalidad narcisista, que puede ser cualquier cosa porque detrás de ella hay una gran nada.
Inscripción de las mujeres en el desarrollo general
Durante mucho tiempo el condicionamiento económico general de la infancia se aplicó casi exclusivamente a los niños varones. Hasta la década de 1970 más o menos las adolescentes habían experimentado un desarrollo diferente al de sus pares masculinos. Hasta entonces “la niña entra en el complejo de Edipo como en un puerto” (Freud), en el que se prepara no para el papel de competidora sino para el de mujer cuidadora como futura esposa y madre. Dominaba una división sexual del trabajo ligada a la formación de una esfera pública de competencia generalizada, ocupada principalmente por hombres, por un lado; y una esfera privada, doméstica y familiar ocupada principalmente por mujeres, por otro. En este último ámbito la mujer era, entre otras cosas, la responsable del cuidado y educación de los niños. En las últimas cinco décadas se ha producido, sin embargo, una relativa equiparación de los sexos; pese a lo cual sigue prevaleciendo una imagen de masculinidad basada en el éxito laboral y la capacidad para proveer la mayor parte del ingreso familiar. Las mujeres son casi siempre las primeras en ceder cuando se trata de hacer tiempo para la familia. Aunque los hombres han hecho algunas concesiones en cuanto a las tareas domésticas, las mujeres siguen dedicando a las tareas domésticas cerca de una hora y media diaria más que ellos. Además, debido al empleo forzoso de ambos miembros de la pareja, muchas familias no tienen más remedio que entregar lo antes posible sus hijos a instituciones educativas, esto es, guarderías y jardines infantiles. Allí los niños son sometidos cada vez más a medidas con las que se busca prepararlos para el sistema de enseñanza y, por lo tanto para la actividad laboral, aunque todavía esté lejana. Por otra parte, los padres dedican cada vez más el tiempo y la energía que les queda a preparar a sus hijos lo antes posible para que ingresen en la competición generalizada. Muchos proporcionan a sus hijos juguetes educativos, vídeos de “baby Einstein”, etc., poco después de nacer o incluso estimulan al feto con música clásica supuestamente beneficiosa. Cada vez más niños viven en hogares orientados al rendimiento. El resultado es una experiencia de profunda soledad, intensificada ya en la primera infancia. Debido a la incertidumbre general de la vida en el posfordismo, las limitaciones sociales se manifiestan cada vez más temprano y de forma más abrupta, mientras que al mismo tiempo se dejan de lado las experiencias de apego y afecto personal.
Capitalismo y estado mental
El núcleo de las sociedades constituidas capitalistamente es el valor que se autovaloriza, es decir, el dinero como capital, cuyo único propósito es transformarse en más dinero mediante el atajo de la producción de una mercancía (o servicio prestado) y su venta: “El capital se utiliza para producir capital, para producir más capital, para seguir produciendo más capital” (Distelhorst, 2014), en un círculo interminable y completamente sin sentido que absorbe todo lo que le rodea. En el centro de este movimiento no hay más que el vacío de la auto-proliferación sin fin, una nada sin contenido que paso a paso va socavando cualquier otra relación significativa, arrastrándolo todo hacia su vacua tautología.
En la modernidad tardía las personas compiten entre sí más que nunca antes. Como describimos anteriormente, el mundo laboral de hoy ya no parece ser esa estructura fiable, aunque exigente, en la que las personas sólo debían estar dispuestas a encajar para llevar una vida segura y agradable. En cambio, la amenaza de cambios radicales se ha vuelto constante y omnipresente. Esto se hace patente, entre otras cosas, en la expansión de las relaciones laborales precarias, en el creciente debilitamiento del Estado de bienestar y en el retorno de la pobreza. En el capitalismo el miedo al fracaso es generalizado. También las relaciones personales son sacarificadas cada vez más en nombre de la flexibilidad general y degeneran en asociaciones temporales o en “redes”, utilizadas sobre todo para mantenerse en el juego y aumentar las oportunidades laborales gracias al mayor número posible de “contactos”. En un entorno así la empatía hacia los demás es un lujo cada vez más escaso.
La deseabilidad general del comportamiento narcisista
Hoy en casi todas partes el comportamiento narcisista se considera algo deseable y causa de éxito: en el mundo del trabajo, en los medios de comunicación, en la política y en muchos otros ámbitos es recompensado con reconocimiento, admiración y promoción. En vista de estas circunstancias, los expertos discuten seriamente sobre si el narcisismo debería dejar de considerarse un trastorno de la personalidad en las normas de diagnóstico psiquiátrico. Actualmente no sólo las propias habilidades, sino también los sentimientos, rasgos de personalidad y relaciones se han convertido en subproductos del marketing general. El narcisismo, liberado ya de las viejas restricciones y siempre listo para reinventarse, base de la meritocracia totalmente flexible e insegura del nuevo milenio, es la forma subjetiva inherente al capitalismo en crisis.
Este ambiente produce y fomenta la auto-promoción más despiadada y más carente de lazos (ya sea con otras personas, o con la empresa o profesión). Lo que cada individuo opone a este vacío y a esta falta de vínculos es la convicción de ser alguien especial. Cultivan así su propia grandeza, fuerza y brillantez imaginarias. Incluso si sólo tienen una simple pasantía o un trabajo mal pagado con pésimas condiciones contractuales y sin perspectivas de futuro, exageran la verdad para verse y sentirse mejor. Mientras se hallan constantemente al borde de la nada, se engañan a sí mismos diciéndose que en realidad pueden lograr cualquier cosa. Internamente, esto da lugar a un contraste entre sus fantasías de omnipotencia, es decir, su ilusión de libertad e independencia individual absoluta por un lado, y el sentimiento de impotencia ante la creciente inseguridad y heteronomía de su propia existencia por el otro. Tal contradicción no es fruto únicamente del ambiente familiar, sino que hunde sus raíces en la sociedad burguesa. Así como el dinero que se ha convertido en capital, después de multiplicarse exitosamente debe comenzar inmediatamente a buscar la siguiente oportunidad de inversión… asimismo el individuo debe recomenzar una y otra vez, lo más rápido posible, la búsqueda del éxito para que el vacío interior y los miedos no se apoderen de él. Tanto el capital como la personalidad narcisista se desenvuelven así en un dinamismo interminable, vacío y tautológico; y es por eso que se complementan y refuerzan tan bien.
Pronóstico
En la forma subjetiva del narcisista, que se alaba constantemente a sí mismo, se sobreestima de forma desmesurada y es incapaz de comprometerse, y que debe venderse a diario como trabajador altamente adaptable, el productor privado aislado que requiere la relación capitalista alcanza su forma perfecta. Vacío en su interior, luchando sin descanso por la confirmación externa y el reconocimiento superficial de su personalidad, constituye el contenido más apropiado para el movimiento vacío, infinito y en última instancia sin sentido, de la explotación capitalista. Esto tiene un lado oscuro y terrible. Si el narcisista no logra satisfacer las exigencias de la sociedad, tiende a emprender acciones sustitutivas que le permitan desplegar la energía que propulsa su auto-referencialidad. La forma más destructiva de esta deriva es sin duda el ataque asesino indiscriminado, en que la megalomanía narcisista se realiza a través de la autodestrucción y la destrucción de los demás.
Debe quedar claro que estar bien adaptado a una sociedad enferma no puede ser un signo de buena salud mental. Sin embargo, la abolición de la forma-sujeto narcisista no es posible en las condiciones actuales. Una vida al margen de la auto-regulación narcisista tendría una forma completamente diferente: sin obsesión por el trabajo, sin estrés de competición y de rendimiento, sin necesidad de ser un luchador solitario y sin la presión de auto-expresarse y auto-afirmarse continuamente. Mientras prevalezcan estas limitaciones no estarán dadas las condiciones para el desarrollo de individuos sociales libres más allá de la subjetividad mercantil. La esperanza reside en reconocer que nosotros, como seres humanos, somos seres genéricos que requieren vínculos diversos, y no simples relaciones unidimensionales. Los requisitos materiales para ello están presentes desde hace mucho tiempo en nuestro mundo, que se caracteriza por la sobre-producción; sin embargo, para llegar a ello no podemos dejar que la socialización transcurra dentro de un proceso inconsciente de explotación valorizadora, proceso al que nos enfrentamos como una fatalidad y que, por nuestra parte, ejecutamos y reproducimos a diario. Este proceso se está volviendo cada vez más disfuncional, pero esto por desgracia no significa que nos estemos dirigiendo automáticamente hacia una sociedad liberada. No tenemos ninguna garantía de que sea posible revertir el proceso social destructivo y reemplazarlo por una socialización humana; sin embargo la crítica radical de la forma del sujeto en el capitalismo, de su lógica y su dinámica psicosocial interna, es un primer paso necesario en esa dirección.